sábado, 9 de octubre de 2010

Y anhelo y busco: Cecilia. IV

Una página en blanco es la cosa más terrible. Y si lo dice Hemingway, es que tiene que ser cierto. Pero iba a seguir así, en blanco, burlona y sádica como lo son todas las hojas en blanco, hasta que él apareciera. Entonces escribiría hojas que luego rompería y algunas que enorgullecen y avergüenzan, de esas que escondes para que nadie vea pero luego, cuando alguien las ve, por supuesto, y gracias, que son tuyas.

Pero entonces, 17 de Septiembre a las dos y veinte de la madrugada, era la misma maldita hoja en blanco que todos los meses anteriores.

Cerró la ventana, porque se colaba el otoño, y guardó el cuaderno de pastas negras, por dentro blanco, todo inmensamente blanco, en el primer cajón de la cómoda, debajo de su ropa interior. Sobre el escritoria aún estaba su bolso de cuero que no se había animado a vaciar. Pesaba, siempre, y olía a animal, a hojas viejas y a gloria. Porque, en los últimos dos años, había descubierto como olía la gloria, y ésta olía a papel viejo y a óleo.

Abrió la bolsa y empezó a colocarlos en las baldas que pendían sobre la cama. Por orden alfabético, alternando altos y bajos, viejos y nuevos, las cuatro artes intercaladas sin que a sus dueños les importara, como si todo juntos fueran a tomar café en el Paris que fué una fiesta. Quizás no aguantará, pensó en aquel momento, y efectivamente, un noche de sudor todo la gloria se vendría abajo. Pero aquel día colocó todos los que pudo y le quedaron cinco que tuvo que amontonar encima de la cómoda: El retrato de Dorian Gray, Cuentos completos de Oscar Wilde, Hojas de hierba, Trainspotting y Don Juan Tenorio.

Tal y como habla la gloria

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