jueves, 28 de julio de 2011

Querer, desear o anhelar.

Muchas veces me pregunto por qué queremos, deseamos o anhelamos ser lo que seremos o no seremos. Hay una gran diferencia entre los tres términos que radica en una peligrosa pero seductora combinación entre la satisfacción del presente y la esperanza del futuro. Algunos quieren terminar los estudios, quieren ir a la universidad, quieren encontrar un buen empleo y quieren formar una familia. Es un querer tan extendido y común que lo tienen casi todas las personas que se preocupan de disfrutar el día, de pasarlo bien y de tener cosas que contar, y el mañana llegará cuando tenga que llegar. Son, al final, las más felices. Después, están los que desean ser empresarios, abogados, periodistas, pediatras, ingenieros o cosas similares, que se preocupan de que en su día a día, entretejido con las obligaciones y las diversiones, un amplio espacio esté reservado para una preparación minuciosa, sopesada y pensada que les asegure una vida deseable dentro de no mucho. Son, al final, los más acertados y estables. Y luego están los que anhelan, los que un día tienen una epifanía y caminan y observan y buscan pruebas de que es cierta, y cuando la encuentran, cada una de sus respiraciones y cada uno de sus pasos son por y para ese fin. Eine gerade Line. Y como nada es, aún, lo suficientemente estimulante, se preparan y se preparan y deambulan y aprenden y sueñan, en esos minutos eternos antes de dormirte, con las cosas grandiosas que harán. Son, al final, como todos los que desean cosas que el alcance no ve, los más desgraciados y eternos.

miércoles, 29 de junio de 2011

La pasión, la ira y el Arte

Aviso: este relato está protegido y ha sido enviado a concurso.
Margot era, a pesar de todo, una nena preciosa. Mi nena preciosa. Venía cuando la llamaba y cuando no, con aquella sonrisa pequeña y amarillenta, el pelo lacio, el rostro huesudo, pálido y siempre oscuro en aquellas sombras en las que nunca acerté a fijarme. Giraba, como danzando, mientras toqueteaba los carboncillos, los pasteles, las láminas y los libros, por el apartamento, como una bailarina de piernas flacas y rodillas despellejadas. Se quitaba la ropa cuando se lo pedía, y tumbada en la cama, las piernas revoloteando, miraba triste a su alrededor. Una vez me pidió que la pintara, y yo, que no tenía nada, que sólo veía luces inertes y formas vacías, lo hice.

Pero fue Gertrude quien descubrió a Margot. Gertrude tenía los pechos y los muslos grandes y hermosos, la piel tostada y el pelo del color del caramelo derretido, entre naranja y marrón oscuro. Gertrude vestía chaquetas de buen corte, llevaba guantes y por encima anillos de perlas, oro, diamantes, esmeraldas, cosas que sólo podrían quedarle bien a una mujer que estrecha la mano a hombres importantes y les invita a champán. Gertrude llevaba carteras de cocodrilo y se recostaba en el sofá, bebía té, bebía café, bebía vodka de colores. Gertrude decía que odiaba mi cama y nos echábamos en el suelo, sobre la alfombra, para no clavarnos las astillas.

Entonces Gertrude descubrió a Margot. Era una nena preciosa, algo flaca Yanick, algo mustia Yanick, algo Lolita Yanick, pero tenía una sonrisa preciosa. Margot se escapaba del instituto todos los viernes a última hora y se colaba en la galería. Cogía dos autobuses hasta la vieja fábrica y se diseminaba entre los visitantes, tan flaca y tan pálida y tan rubia, y la gente la miraba y decía que nena preciosa, ¿quién será?, mientras ella contempla las obras de arte. Y me contemplaba, y aún Margot me contempla siempre, entre las calles, en las revistas, tras las ventanas. Mira que nena más preciosa te está mirando, Yanick. Y recuerdo que Gertrude llevaba un ónix engarzado en oro blanco sobre guantes beige y un vaporoso vestido rojo. Y Margot llevaba un vestido de vuelo tan pálido y tan mustio como su pelo. Gertrude bebía Ginebra y se paseaba entre las obras, y contemplaba los cuadros y acariciaba las esculturas, y sonría y derretía a artistas y a mercenarios, y todos la conocían y la adoraban, y era una mujer preciosa que señalaba con un dedo de ónix lo que valía y lo que debía condenarse a ser olvidado.

Y entonces mira que nena preciosa Yanick. Te está mirando Yanick. Y Margot se arremangó su bolsa de cuero y me observó entre los agujeros de un Verbeké. Era una nena preciosa, tan pálida y tan flaca. Tan musa. Tan niña. Me acerqué con un vaso de vodka rojo entre las manos. ¿Quieres?, le ofrecí, y ella lo tomó muy despacio, intentando parecer elegante, como todas aquellas mujeres, intentando aparentar que no era una nena preciosa que se escapaba del instituto y se paseaba entre gente que no conocía contemplando cosas de las que nada sabía. Nos quedamos mirando los agujeros del Verbeké, de hierro oxidado, que Gertrude condenaría a la miseria y entonces, el tal Verbeké, se fue con sus pinceles y su violonchelo a Europa y se rumorea que se ahorcó en el London Bridge, un péndulo sobre las aguas de la tarde. ¿Te gusta?, le pregunté, y noté que no sabía que responder, porque no sabía si era bueno o no lo era y no quería parecer una niña demasiado flaca y demasiado estúpida entre tanto gente elegante e inteligente.

En realidad, Margot no sabía, ni sabe, nada del Arte. Utilizaba la palabra bonito, constantemente, cuando los colores eran oscuros y los modelos eran sencillas personas; sino, horroroso, cuando no entendía los dibujos, se trataba de un fluorescente o un tiburón flotando en formol. Creo que sigue yendo a un instituto rejado y de ventanas sucias, de esos en los que te obligan a memorizar ríos y presidentes y abrir ranas. No sabía tanto como Gertrude, que había estudiado en Madrid y en Berlín y que, como la bella y mesías Gertrude, aquella Gertrude del París que fue una fiesta, decía que la capital francesa era su hogar. Margot creía que Manet y Monet eran la misma persona, que Duchamp había expuesto un retrete y era incapaz de distinguir una vanguardia de la otra. Pero era una nena preciosa, y pensé que sus dientes pequeños y sus piernas flacas y amoratadas quedarían preciosos con unos colores a lo fauve. Asíque le dije que me llamaba Yanick Steiner, y ella me dijo que le sonaba, y aunque yo sabía que mentía, pues mi nombre no aparecería por primera vez hasta tres meses y dos semanas después de aquel día en Halo!, me sentí complacido. Le invité a otro vodka rojo y continuamos admirando los Verbekés oxidados y los collages de basura y pintura dorada de una japonesa rubia, vestida de verde, que cabezeaba en un rincón de la sala. Gertrude, rodeada de la flor y nata, de galeristas, artistas varios, periodistas y fotógrafos, críticos, empresarios, sonreía con su vestido rojo, agitaba su melena oscura y bebía de la copa como a uno le enseñan en París. Nos miraba, a Margot y a mí, deslizarnos desgarbados y flacos, y minutos antes de que ella marchara en un Chrysler negro con un empresario turco, Margot y yo cogimos un taxi hacia mi estudio.

Margot debía estar en casa. Cada una de las tardes y de las noches en que estuvo conmigo. Después lo supe. Llamó desde una cabina y avisó a alguien al que llamó Mr Smith de que aquella noche no iría a dormir. Soltó las palabras como agua derramada, sin silencios, y colgó el teléfono y subimos. Mi escalera es fría y desconchada, pero retiene el encanto a través de los enormes ventanales que traslucen la ciudad. En la séptima planta, cansados, mi puerta chirriaba y entramos. Margot se balanceaba de un pie a otro. Se mordía los labios. Se colocaba todo el rato su bolsa de cuero. Se la cogí, y pesaba, y le quité la cazadora y lo dejé todo sobre el sofá. Sobre unos papeles de estraza para carboncillo, Margot cogió un tubo dorado y desenroscó un pintalabios rojo. Rouge couture lo había llamado Gertrude, dos noches atrás, cuando se pintó los labios desnuda sobre el sofa y yo pinté un carboncillo de origen cubano con acuarela roja inglesa sobre los labios. Margot lo olió, porque después me diría que adoraba el olor del carmín, que compraba decenas de barras para olerlas y guardarlas porque odiaba los labios pastosos. Pero aquella vez se pintó los labios. Eran dos curvas muy finas y torcidas, mal bordeadas, sobre unos trazos calavéricos y anchos. Le recogí el pelo con una mano, y era áspero, y le lamí el carmín de los labios. Eres una nena preciosa. Sabía muy diferente a Gertrude, más frío y más ácido. Nos tumbamos en la cama, nos clavamos los huesos y noté que lloriqueaba, y después nos embadurnamos con el rouge couture. Lo tiré a la calle desde el ventanal, mientras Margot dormía rosada y con los brazos estirados, y Gertrude nunca volvió a acordarse de él.

Apareció, sin señal previa, más de una semana y media después. Llamó a mi puerta, y pensé que era Margot, que vendría a por su gastadísimo libro de Bécquer que se había dejado la tarde anterior, pero era Gertrude, en tejanos, tacones negros y camisa de rayas. Traigo café, pasteles y aspirinas. Nos tumbamos en el sofá y tomamos un par de aspirinas cada uno con el café. Los pasteles supieron a limón. Gertrude miraba el piso, la ropa amontonada que de vez en cuando secuestraba y devolvía limpia y planchada, el montón de periódicos bajo la ventana, las bolsas de la compra sin desempaquetar y los lienzos en blanco y a medias y los blocs y los carboncillos, pinceles y paletas, todo repartido por la superficia diáfana y cuadrada. ¿Tienes algo para mi?. Aún no. Pues te quedarás fuera otra vez. No, en serio, acabaré algo. Te he buscado hasta musa, ¿qué demonios más quieres que haga? Le dije que había empezado algo, que sólo era un esbozo y una lista de tonos, pero que aún no podía enseñárselo. Terminamos los pasteles, me montó durante casi una hora sobre la alfombra, gemía muy alto, era cálida y angosta, sabrosa Gertrude,metió un montón de ropa en una bolsa y se marchó.

Gertrude se negó a volver a verme hasta que tuviese algo listo para ella. Se paseó por fiestas de sociedad embutida en guantes y vestidos de seda; descubrió a una escultora y destrozó a tres pintores; marchó siete días a Berlín a impartir una conferencia sobre comisariado en tiempos de crisis. A intervalos, siempre de noche, mientras Margot dormía arrebujada entre las sábanas a mi lado, Gertrude me mandaba mensajes al móvil apremiándome para finalizar su encargo. O lo tienes listo en 27 días o no te dejaré entrar. Margot, mi nena preciosa, me notaba más callado que de costumbre. Se tumbaba desnuda sobre la cama a leer libros gastados y me miraba pasear por el estudio, mirando los blocs y los lienzos a medio hacer.Me preguntó que qué me pasaba, y yo le dije que necesitaba acabar un cuadro muy bueno o nunca sería artista, y ella me dijo que yo ya era un artista, y yo fruncí los labios y pensé que qué sabía ella y le dije: uno de verdad. Entonces, Margot se dio la vuelta y se tumbó boca arriba, las piernas flacas y amoratadas apolladas contra la pared y se cubrió los pechos con su libro gastado. Píntame. Y pensé que era lo suficientemente preciosa. Descorrí las cortinas, un poco, lo suficiente para dejar entrar la luz anaranjada a través de las motas de polvo, purpurinosas. Mi nena preciosa. Coloqué un lienzo en blanco sobre un caballete, saqué la paleta y Margot supo estar muy, muy quieta.

Veinticinco tardes después, siempre pintando al atardecer, cuando la luz que caía era anaranjada y se volvía dorada dentro del estudio, cuando Margot estaba cansada y se adormilaba con las piernas en alto y el libro gastado, Hojas de hierba, subiendo y bajando, el cuadro estaba terminado. Gertrude apareció dos días más tarde. Llevaba un vestido negro abotanado que se le cosía a cada esquina de su piel. Cuando apareció, los labios rouge couture de nuevo, botella de champán en mano, Margot aún estaba en el estudio. Gertrude contemplaba el cuadro y Margot la observaba desde la puerta del baño. No está mal. Acercó el cuadro a la luz de los ventanales. No está nada mal. Margot salió del baño, tropezando flacamente envuelta en mi sábana. Es una obra maestra dijo. Gertrude, que no se había dado cuenta de que Margot estaba allí, que no la había visto desde el primer día en la galería, la miró de arriba a abajo, me miró a mi, luego al cuadro y después a ella de nuevo. ¿Eres tú nena? Sí. Y volvió a mirarme a mí. Tenía esa sonrisa que había ahorcado a un diablo de un puente. Dejó el cuadro sobre el caballete y abrió el champán. La espuma mojó el suelo y un bloc. Fui al armario a por dos copas. No es una obra maestra nena. Le serví el champán en la copa. Sí lo es. No, nena, no lo es. Y se bebió el champán de un trago. Yo me bebí el mio y volví a rellenar las copas. A Margot se le había escurrido la sábana, sujeta en un puño. Asomaban sus rodillas huesudas y despellejadas y el pequeño pecho izquierdo. Es una obra maestra, ¿verdad Yanick?. Cállate nena. Y Gertrude y yo seguimos bebiendo champán.

Unos dos meses después, el día 22 de Abril, apareció un artículo sobre mí en la revista de Arte neoyorkina Halo!. A sólo una cara, con mi opera prima, Musa en poniente, como fondo, dos columnas de letras blancas decían que era de origen alemán, de madre bailarina suiza, que había estudiado Bellas Artes en Berlín y en Nueva York y que la mecenas Gertrude Calderón había sido mi descubridora. A la izquierda, una foto mia con jersey de cuello vuelto blanco apoyado contra el ventanal de mi estudio; a la derecha, una foto de Gertrude y yo en una exposición, ella vestida de seda verde esmeralda, guantes negros y lapislázuli, yo en traje gris. Gertrude celebró una fiesta en mi honor en mi piso. Invitó a artistas incipientes, escritores, algún periodista camuflado y un par de colegas de los años de universidad. Servimos vodka de colores, quesos y olivas negras y pusimos música chill out a un volúmen muy alto. Nueva York estaba de noche, y olía a hierba fresca y a sudor joven. Gertrude, trajeada de blanco, aceitosa y brillantemente morena, con joyas de oro blanco, bebía vodka azul y reía y hablaba y todos la rodeaban y la adoraban. A las tres de la madrugada sonó el timbre. Abrí y era Margot, en chubasquero verde, con las piernas flacas dentro de unas wellington sucias de barro y el pelo pegado a la cara. Los labios rojos mal pintados escondían la mancha color carne oscura debajo del ojo izquierdo. ¿Puedo entrar? Le dije que no, que era mi nena preciosa y le acaricié la cara, pero que era una fiesta privada. Se agarró a mi cintura y me empujó hacia dentro del piso. Yo empujé hacia el lado contrario, tirando de sus huesudos dedos que me anudaban por la cintura. Un hombre de barba pelirroja y corbata malva, una víbora camuflada del Times, nos observaba desde el sofá. Margot empezó a lloriquear y me dio un puñetazo en el pecho. ¡Bastardo! ¡Puto!. La música subió de volúmen y oí lo tacones de Gertrude acercarse a nosotros. Agarró a Margot del pelo y le soltó una bofetada. Tranquilízate nena le dijo, y le metió un billete en un bolsillo del chubasquero. Después volvió a entrar y cerró la puerta.

Una noche, cuando llegué a casa después de la inauguración de una galería a la que había asistido como acompañante de Gertrude, en traje italiano de ante marrón y brazaletes de oro, encontré a Margot sentada en mi cama. Le pregunté cómo había entrado y ella me dijo que me había dejado la puerta abierta. Aunque sabía que no era cierto, me quité la chaqueta del traje, los botines y me senté a su lado. ¿Por qué ya no me quieres? Sabes que eres mi nena preciosa. ¿Pero por qué no me quieres? Pensé en decirle que si que la quería, en las ganas que tenía de que se callara, tumbarla sobre la colcha vieja y clavarme una y otra vez los huesos de sus caderas, lo preciosa que estaba callada, pero sólo soy capaz de mentir cuando pinto. Le dije si quería que la pintara, y sus labios se estiraron y se agrietaron. Píntame. Se quitó su vestido de vuelo y se sentó en el alfeizar de la ventana. La luna, manchada, dividía su rostro por la mitad: una era oscura, un agujero centelleamente azul abierto al abismo de las calles; la otra, era pálida y seca, algún surco plateado, la sombra aún del color de la carne oscura. Su cuerpo, un amasijo de huesos curvados, era del color del asfalto. La mandé a casa, sin un poco de vodka, sin clavarme sus caderas, y trabajé durante nueve días y nueve noches hasta acabar el cuadro. Llamé a Gertrude paara que se pasara por el piso. Vino cuatro noches después, en las que yo la había esperado. La primera, Margot llamó a la puerta, no abrí, y oí como hacia girar la cerradura y entraba en casa. Escondido en el baño, la vi abrir la cama, descorrer las cortinas, se asomó a la cocina y abrió y cerró las ventanas; después, descubrió la tela que tapaba el cuadro, se quedó contemplandolo y se echó a llorar. La segunda noche, había cambiado la cerradura, y cuando intentó abrir la puerta, sin llamar primero, golpeó la puerta, que tembló, y soltó un gruñido que demasiado tarde me daría cuenta había sonado muy ronco. La tercera noche el intento se repitió, de nuevo el gruñido. Descolgué una llamada de Margot, que era puro llanto chirriante,y le dije que pasaba unos días fuera de la ciudad. Un par de horas más tarde, descolgué otra llamada del teléfono de Margot, pero nadie habló, tan sólo el silencio, una respiración y el eco de mis palabras. La cuarta noche vino Gertrude. Y también, una inmensidad después, Margot. Gertrude estaba cansada, había pasado largos días en la vieja Europa, había recorrido París, Berlín y Londres y dormido en Basilea, en las casas de colores sobre el río. La camisa transparente se le pegaba al cuerpo, el asfixiante calor de Nueva York, y me dijo que estaba jodida, estoy jodida Yanick, porque el mercado del arte estaba echando el ancla en Hong Kong y tenía que aprender chino, con lo que me costó el alemán pequeño. Se abrió la camisa y se tumbó en el sofá. ¿Me sirves un vodka Yanick? Le mezclé en una copa grande vodka blanco y lima, le piqué hielo, como a ella le gustaba, y se lo serví sobre unos carboncillos de la 5ª Avenida con una tableta de Ibuprofenos. ¿Por qué me has llamado? Cuido de más polluelos aparte de ti, ¿sabes? Lo sé. Exactamente, por aquellos días, Gertrude cuidaba de cuatro polluelos: yo mismo, el único chico, el neovanguardista europeo pecoso y flamantemente rubio al que desfilaba por los actos de sociedad; una tal Natasha, una Pollock de colores fosforescentes y purpurinosos de la estepa profunda; una loca, nunca supe como se llamaba, Lullabile la decían, escuálida y cambiante, intermitente en el psiquiátrico, que esculpía mariposas tanto en mármol como con basuras; y por último Sara, la italiana, comunista tostada, gritona, y heredera del povera. Yo sabía que no era, ni de lejos, el más preciado de sus polluelos, pero si el único al que le gustaban las fiestas de sociedad y con el que podía acostarse. A ver, me dijo, y yo le enseñé el cuadro de Margot a la sombra de la luna. Demasiado plateado. Puedo oscurecerlo. No. Recuerdo como Gertrude se tomaba su tiempo para examinar los cuadros. En la diestra, siempre alcohol incoloro, y en la zurda la obra en alto; paseaba por la estancia, cualquiera que fuese, buscando la luz adecuada para derramarla por la pintura y la nitidez de la claridad exhenta de polvo y reflejos confusos. Taconeaba, sus joyas tintineaban, y era tan hermosa e inalcanzable como las musas desnudas de los cuadros. Lo acercaba y lo alejaba. Olía los colores, paladeaba las formas, acariciaba los grumos de la pintura, todo como el flota sobre el mundo sin rozar apenas la superficie, sin dañarla o modificarla. Me gusta. Me gusta. Apenas nunca decía es bueno o va a gustar. Me gusta, y eso era criterio más que suficiente. Al menos yo, en los años en que la conocí, nunca supe de un me gusta que no significase ascensión para el afortunado. Me gusta. Y tocaron el timbre. En ningún momento pensé que fuese Margot, a pesar de que era la opción más probable. Pero no lo era. Abrí la puerta, y era hombre grande y encorvado, la nariz roja y la camisa sudada, maloliente, y se me antojó imposible, porque no pertenecía a nuestro mundo. Retrocedí automáticamente los pasos que él adelantó y me giré a mirar a Gertrude, como preguntándola, quién es éste, como si ella pudiese saberlo. Aún en la zurda, sujetaba el cuadro torcido. Desnudo. Mirándonos. ¿Dónde está? preguntó aquel hombre, y recordé un gruñido demasiado ronco. ¿Quién? Mi niña, hijo puta, ¿dónde está mi niña? No sé de que niña me habla. El hombre me agarró del cuello de la camiseta. Olía a contenedor. ¡¿Dónde está?! Me zarandeó y caí al suelo. Con el cuadro tras la espalda, Gertrude empujó al hombre contra la puerta. Haga el favor de marcharse. ¡Mi niña!. ¡Haga usted el favor de marcharse! Y entonces sacó el revolver, y yo seguía en el suelo, y sentí el quemazón de aquel agujero abismal que haría brotar la sangre salada cuando, recuerdo, lo único que pensé fue en los cientos de miles de dólares que valdría el cuadro que Gertrude aún sostenía en la mano. Pero entonces, en el breve espacio que separaba la bala de mi cabeza, estaba el torso desnudo de Margot, bañado en plata y oscuro, en la sombra, en aquellas zonas donde la sangre arrancada de las venas magulladas teñía su carne, flaca y pálida, de un amoratado centelleante. ¡Hijoputa! Y cerré los ojos hasta que la oscuridad se volvió gris, y oí el disparo, sentí la quemazón, olí la sangre brotar pero, a oscuras, no encontraba el dolor. Oí unos pasos alejarse, la puerta golpear con fuerza contra el marco y volverse a abrir. Abrí los ojos y Gertrude estaba muerta. Retorcida en el suelo, la camisa transparente encharcada, y sobre su pecho, el cuadro de Margot, plateado, azuloscurocasinegro y escarlata, un agujero abierto a la altura de la luna. De nuevo, oí unos pasos acercarse, más silenciosos, más rápidos, y Margot, mi nena preciosa, tan flaca, el pelo lacio, temblando sobre sus piernas magulladas, tan preciossa, se asomó agarrada al pomo de la puerta. Vio la sangre, oscura, por todas partes, en mi cara, en mis manos, en las paredes, enter las rendijas de la madera, coagulándose entre el vodka, en los carboncillos inacabados, sobre su reflejo desnudo, sobre una sedosa melena morena. Movió los labios despellejados, en un susurro incomprensible, y huyó escaleras abajo.

domingo, 8 de mayo de 2011

¿Arte o artista?



Ésta sería una pregunta idónea para uno de los intelectuales más repudiados en la Francia moderna: Louis-Ferdinand Céline. A punto de cumplirse el 50º aniversario de su muerte, el país galo da la espalda a aquel autor que tachó de traidor; los panfletos antisemitas que el genial Céline diseminó durante los años 30 no son perdonados.

Nacido y muerto en Francia (1894-1961), Céline fue médico, escritor y un apasionado activista. Herido en la Primera Guerra Mundial, arrastraría zumbidos en los oídos y fuertes dolores de cabeza hasta el último de sus días. Vivió por toda Francia y también en Inglaterra y Alemania; contrajo la malaria en África; fue miembro de la Sociedad de Naciones especializado en temas de higiene. Una vida bastante completa, todo ello antes de la fatídica década de los 30. Durante la ocupación nazi, Céline se dedicaría a repartir panfletos antisemitas, megalómano y burlón con sus contempoáneos, sintiéndose a salvo bajo el régimen de Vichy. Tras la caída del régimen nazi, él exiliado en Dinamarca con su mujer Lucette desde hacía bastante tiempo, Francia pide la extradición y el autor francés, traidor, es detenido.

Años antes de su decadencia, en 1932, Céline publicó su obra más aclamada y recordada: Viaje al fin de la noche (Voyage au bout de la nuit). Escribe el autor en una de sus páginas: «Os lo digo, infelices, jodidos de la vida, vencidos, desollados, siempre empapados de sudor; os lo advierto: cuando los grandes de este mundo empiezan a amaros es porque van a convertiros en carne de cañón». El protagonista de la novela, Ferdinand Bordamu (sospechosamente parecido al propio Céline) se enrola en el ejército francés durante la IWW en un impulso estúpido; asqueado de las trincheras, decide hacerse pasar por loco para librarse de sus servicios. Mientras tanto, conoce a los más variopintos personajes y viaja por la África colonial y una América que le tilda de esclavo. El lenguaje, grosero y vulgar, escandalizó a muchos intelectuales de la época. Sin embargo, junto a las obras de Marcel Proust, Viaje al fin de la noche está considerada como una de las mejores obras del siglo XX. Autores contemporáneos como Charles Bukowski o el beat W. S. Burroughs agraden el influjo de su estilo mordaz.

Por el 50º aniversario de su muerte, Francia tenía planeado rendirle tributo a una de las mentes más brillantes que ha alumbrado la nación de las luces. Pero a última hora, su nombre fue borrado de las listas de la Selección de Celebraciones Nacionales 2011. El ministro de Cultura, Mitterrand, explicó que, a pesar de su contribución a la historia de la Literatura, «el hecho de haber puesto su pluma a disposición de una ideología repugnante, la del antisemitismo (...) no se inscribe en el principio de las celebraciones nacionales».

Céline no es el único artista cuya memoria ha sido rechazado por temas ideológicos; Robert Brasillach, defensor del bando nacional durante la Guerra Civil española, o Günter Grass (autos de El tambor de hojalata), que se enroló en las Waffen SS nazis durante su juventud, son dos de los proscritos de la memoria artística. Y aquí retomo la pregunta con la que habría esta triste historia: ¿qué es lo más importante, el arte o el artista, la obra o la persona? ¿Es más importante el sintimiento antisemita de Célina que su prodigiosa obra, o el alcoholismo de Truman Capote que su prosa, o la homosexualidad y la adicción a las drogas de Ginsberg a sus versos? Opinen ustedes. Una servidora tiene clara su respuesta.

domingo, 1 de mayo de 2011

Es este horrible tedio.
Y yo me quedo aquí, mientras los demás se van.
Y ellos correrán por arenas calientes,
y oirán trinar al pájaro de la tarde,
y rozarán sus manos, otros,
amados, cálidos, hermosos y suaves,
y pisaran el mundo y sus pies sangrarán del camino.
Y yo seguiré aquí perdida, en un espacio tan pequeño
en el que las ambiciones se asfixian, se ahogan,
y mueren y lloran y gimen y me piden auxilio.
Pero no saben cómo salir.

miércoles, 27 de abril de 2011

ELLOS

Ellos se llamaban Alfa, y ellos se llamaban Beta, pero nadie les había llamado Alfa ni les había llamado Beta, solo ellos, entre ellos, y a veces, los gacetilleros. Nadie más. Sus padres no les llamaban Alfa ni les llamaban Beta. Tan sólo les dejaban nacer, en un sitio o en otro, en clímicas esterilizadas o en partos dolorosos. Todo más o menos costoso.

Una úncia generación desde el mes de la revolución en ingeniería genética. Y se juntaron, en torno a los quince y a los diecisite años, por todo el mundo del hemisferio para arriba, ellos y ellos. Igual que nadie les había nombrado Alfas ni les había nombrado Betas, tampoco nadie separó los edificios, ni los colegios, ni los parques ni los cines. Pero allí estaban ellos.

Los abogados, los médicos, los ingenieros, los empresarios, los políticos, los altos funcionarios, los futbolistas, los cantantes, los directores, los catedráticos, los galeristas, todos decidieron procrear y extenderse después del mes de la revolución en ingeniería genética. Y se mudaron a amplios pisos reformados, la madera ya no crujía, las ventanas de doble hoja, electrodomésticos nuevos, balcones barnizados, en el centro de las ciudades, con vistas a los parques verdes y a los monumentos; y también a las afueras de las grandes ciudades, en los cinturones verdes que se entretejían entre las carreteras y el campo, en enormes casas de plantas y plantas con jardines y piscinas y terrazas y buhardillas y chimeneas. Una generación de hijos úncos todos uniformados con jerseys y faldas plisadas y zapatos de marinero. Y los apuntaron a colegios bilingües, o al otro lado de la frontera, de aluminio y contrachapado o antiguos castillos que olían a alfombras y a musgo, y sus profesores eran los mayores expertos y aprendían liderazgo, utilizaban probetas y practicaban ajedrez y esgrima. Muchos niños y menos niñas con el pelo rubio ceniza o negro, cejas finas o delineadamente pobladas, labios gruesos, pecas saltarinas en narices pequeñas y rectas, nada judío y nada griego, pieles claras y cuerpos esbeltos de brazos fuertes y pechos correctos entre el metro y setenta y el metro y noventa.

domingo, 17 de abril de 2011

VII

Pídeme lo que quieras
y no te lo daré.
Esta tierra infinita
no puede contener mis pasos.
Por esta habitación tan pequeña
se escapan mis deseos.
Pídeme lo que quieras,
pero será mío para siempre.

VI

TIEMPO

Me pregunto si cuando se paran los relojes
se vuelven dulces los cafés.
Se echa un abrigo rojo sobre los hombros
y las calles son de adoquines
y las farolas están mojadas
y las flores son jóvenes
y la gente es gris.
Las agujas se detienen en la torre,
y ella nota en el repiquetear ausente
a aquellos que deambularon
(por todos los caminos).