jueves, 23 de diciembre de 2010

Gala, Galarina

Te lo cuento a ti,
Gala,
Galarina,
porque entiendes mis colores
y porque acaricias mis palabras.

Te lo cuento a ti,
Gala,
Galarina,
porque ríes cuando río
y porque ríes cuando lloro.

Te lo cuento a ti,
Gala,
Galarina,
porque me abandonas en la luz
y porque me recoges en la oscuridad.

Te lo cuento a ti,
Gala,
Galarina,
porque agarras el mundo
y porque lloras por los que lo acarician.

Te lo cuento a ti,
Gala,
Galarina,
porque te hicieron de cristal
y porque de piedra no pueden romperte.

Te lo cuento a ti,
Gala,
Galarina,
por prodigio de mi mente
y por amor a cada día.

La duda del heraldo. Columna de opinión para la OMC

http://vfisac.blogspot.com/

LA DUDA DEL HERALDO
“Anunciad con cien lenguas el mensaje agradable; pero dejad que las malas noticias se revelen por sí solas” dijo Shakespeare en su día, y la verdad es que no andaba tan desencaminado. Hubo, de hecho, un tiempo no muy lejano en que en algunas culturas como la israelí se mataba al mensajero que traía malas noticias; al bueno, sin embargo, se le cubría de premios y agasajos. Algo no muy distinto pasa hoy en día, en un ámbito tan irascible –punzante lo llamaría yo- como es el de la Medicina. Se encuentra el médico más sólo que nunca, abatido, con esa sensación que no se sabe bien si es de fracaso, de rabia o de simple pena, ante un parte que otorga lo temido y peor. “Dígame doctor, ¿cuánto me queda?”. Maldita sea se dice él, y se acuerda del pobre mensajero muerto de miedo, con las malas noticias estranguladas en la garganta, y sin las sandalias aladas de Hermes para echar a volar. A ver cómo le digo yo… Fácil. Pues no se lo diga, doctor resuelve rápidamente el hijo o hija o cuñado o esposa o cualquiera que aguarde en la sala de espera. Y es entonces cuando al heraldo se le presenta la gran duda, tan simple y angustiosa que da para deshojar un edén de margaritas: ¿se lo digo? ¿no se lo digo?... Ante la indecisión, los doctores Marcos Gómez Sancho y Javier Rocafort, expertos ambos en cuidados paliativos y miembros de la Organización Médica Colegial, han sabido dar una suerte de pautas que alivianen la difícil tarea del médico. Ante todo, como dicta la ética médica, el enfermo tiene el derecho de, en caso de no querer recibir la noticia sólo el sabe por qué, no recibirla. Y si bien quiere saberla, el médico heraldo, que además de cargar con el peso de la mala noticia carga sobre sus espaldas el lustre de todo el devenir que ha resultado en ese mal final, será lo suficientemente sagaz y delicado de escoger el momento y el lugar adecuado y de averiguar qué sabe su paciente y qué desea saber. Pero, sobre todo, sin miedo a la sentencia que acecha a los portadores de malas noticias, en un gesto tan simple pero tan humano, sostenerle y apretarle, bien fuerte, la mano.

sábado, 16 de octubre de 2010

Y anhelo y busco: Cecilia. V

Todo él era como un inmenso muro de carga; toneladas de hormigón; sosteniendo Dios sabe qué; quizás ilusiones de esas que son demasiado frágiles para sostenerse por sí mismas. Por ello las habían encerrado en un enorme bloque de hormigón que fue pensado para ser cárcel. Las ventanas, como ojos polvorientos, los barrtoes pintados que dejaban un abismo desde la última planta hasta la recepción, las aulas de puertas chirriantes donde fácilmente pudo haber celdas, todo ello le pareció, Cecilia en vaqueros y parka, pues Septiembre refrescaba, como una mala broma posada al azar tras árboles caducos en medio de la Avenida Complutense. Inmensa, escondida, algo menos gloriosa que la del pórtico de columnas y suelo de mármol.

"Y que pretendías" le diría Nacho una vez. "Nosotros no vamos a salvar a nadie." "Al mundo" diría Alberto. Pero en aquel momento eran dos desconocidos, alto y bajo, castaño y moreno, fortachón y menudo, perdidos en el laberinto de hormigón.

En la tercera planta, en la de la secretería escondida tras una fila de treinta y tantas personas, estaba su aula 313; ventanas a la parte de atrás y veinte filas en dos columnas de bancos desplegables. Ocupó un hueco en la columa del lado de las ventanas, ojos polvorientos que miraban a los árboles, caducos, en tercera fila, la cuarta empezando por la izquierda, y aquél sería su sitio para siempre.

Un día, tirada en la hierba, Nabokov abierto por la recogida de la bella púber del campamento, pensaría en lo curioso, caprichoso y estúpido del destino, el azar, la casualidad o como demonios lo quisieran llamar.

Nacho, el que la llevaría de fiesta en fiesta, el que le daría vodka y hierba, se sentó en su mismo asiento cinco filas más atrás.
Esther, a la que soltaría una bofetada, se sentó en tercera fila en la columna de los percheros.
Alberto, el que la salvaría y al que haría llorar, se sentó delante de ella, los rizos siempre despeinados y los hombros siempre caídos.
Magdalena, a la que debería el agradecimiento de una historia, se sentó en su misma fila, dejando un hueco entre ambas.
Gabriel, al que amaría hasta el sudor y el llanto, se sentó al borde del pasillo central una fila más atrás, en la columna de los percheros.

Pero aquel primer día, cuando la clase se llenó, cuando todo era gente demasiado tímida, demasiado charlatana, demasiado pedante, demasiado inculta, gente demasiado joven, hermosa y aún a su engaño inocente, nada parecía que fuese a llegar muy lejos.

sábado, 9 de octubre de 2010

Y anhelo y busco: Cecilia. IV

Una página en blanco es la cosa más terrible. Y si lo dice Hemingway, es que tiene que ser cierto. Pero iba a seguir así, en blanco, burlona y sádica como lo son todas las hojas en blanco, hasta que él apareciera. Entonces escribiría hojas que luego rompería y algunas que enorgullecen y avergüenzan, de esas que escondes para que nadie vea pero luego, cuando alguien las ve, por supuesto, y gracias, que son tuyas.

Pero entonces, 17 de Septiembre a las dos y veinte de la madrugada, era la misma maldita hoja en blanco que todos los meses anteriores.

Cerró la ventana, porque se colaba el otoño, y guardó el cuaderno de pastas negras, por dentro blanco, todo inmensamente blanco, en el primer cajón de la cómoda, debajo de su ropa interior. Sobre el escritoria aún estaba su bolso de cuero que no se había animado a vaciar. Pesaba, siempre, y olía a animal, a hojas viejas y a gloria. Porque, en los últimos dos años, había descubierto como olía la gloria, y ésta olía a papel viejo y a óleo.

Abrió la bolsa y empezó a colocarlos en las baldas que pendían sobre la cama. Por orden alfabético, alternando altos y bajos, viejos y nuevos, las cuatro artes intercaladas sin que a sus dueños les importara, como si todo juntos fueran a tomar café en el Paris que fué una fiesta. Quizás no aguantará, pensó en aquel momento, y efectivamente, un noche de sudor todo la gloria se vendría abajo. Pero aquel día colocó todos los que pudo y le quedaron cinco que tuvo que amontonar encima de la cómoda: El retrato de Dorian Gray, Cuentos completos de Oscar Wilde, Hojas de hierba, Trainspotting y Don Juan Tenorio.

Tal y como habla la gloria

jueves, 7 de octubre de 2010

Y anhelo y busco: Cecilia. III

Era 15 de septiembre, bochorno y llovizna, un ambulancia se estrelló contra una farola, y unas calles detrás, en la tasca estaban cabreados porque una huelga había suspendido la temporada de las Grandes Ligas de Béisbol. Ramón Ramírez, segoviano, que había comprado la liga por canal plus, se cagó en todo sus muertos.

Enfrente estaba el edificio de la tía Jose, y en el soportal, una tienda de comida preparada.

-Yo no cocino. Nunca. Sólo los fines de semana. Si no quieres cocinar, abajo hay una tienda de comida preparada. No pidas patatas ali oli, que a la Paca se le corta.

En la cola, Cecilia esperó detrás de una madre que llevaba a un niño del brazo. Era un chándal azul marino y verde con una ensignia de las Escuelas Pias. El niño llevaba una mochila de Oliver y Benji. Pataleaba. La mujer llevaba un moño deshecho y pidió un pollo asado y ensalada de cangrejo.

Esperó sobre un banco de madera. Habia veitnidos bandejas de aluminio con comida rebierta de plástico de cocina. Pidió un escalope y un cuarto de champiñones al ajillo.

Arriba, el comedor estaba oscuro y algo frío. Los chicos de Ramón Ramírez chillaban en la calle. Las madera de las puertas crujía, olía a colonia Nenuco. La tía Jose quería que comprara acelgas. Y se sintió sola.

miércoles, 6 de octubre de 2010

Y anhelo y busco: Cecilia. II

Era Lunes 12, igual de caluroso que el Domingo 11, que el Sábado 10 y así sucesivamente -maldito veranillo de San Miguel, pensaba- desde el Martes 6 que había llegado, a las tres y media del al medio día, en el Peugot 306 de su padre. Aparcaron con dos ruedas sobre la acera, justo frente al portal de la tía Jose. Su padre subió la Samsonite con la ropa, su madre las bolsas de comida y ella el bolso de cuero con los libros.

La tía Jose siempre iba vestida, desde las seis y media de la mañana que se despertaba hasta las once que se acostaba. Una vez, a través de un cristal dorado y tibio, Cecilia la vió vistiendo una bata azul plomo. Les recibió con un traje marrón con coderas y una sonrisa insuficiente. «No estoy muy acostumbrada a las visitas, pero bueno, tendremos que acostumbrarnos todos, ¿verdad Cecilia?». Era una casa pequeña y fría en la Calle Armengot, cerca de la glorieta de Marqués de Vadillo, con suelo de madera vieja y láminas enmarcadas en todas las paredes. Los llevó a la habitación del fondo, la que hacía esquina con Pellejeros. Tenía una cama con edredón azul, un escritorio, una mesilla, una cómoda y un galán de madera oscura. Del techo colgaba una lámpara de cristal con forma de mariposa.

Fue sacando su ropa mientras su tía y sus padres hablaban en el salón. Guardó en la cómoda bragas y calcetines de algodón, sujetadores de aro, camisetas, rebecas y la sudadera que Julián le trajo de Oxford, tres pares de vaqueros, unos de pinza grises y una falda plisada azul marino. Debajo de la cama, metió un par de Converse All Star azul marino, unas botas de piel marrón, unas sandalias y unos salones negros. Sobre el galán, colgó una cazadora vaquera y un parka verde militar.

-Solo tendrá que aceptar unas normas. Yo no sé como la habéis criado pero aquí tengo unas normas. Sabeis que no estoy acostumbrada a las visitas. Y menos a las permanentes.
-No te angusties Jose, Cecilia es una niña muy fácil. Solo tienes que darle una llave y será como si no estuviera.
-También la tocará fregar.

Su madre salió hacia la cocina y Cecilia detrás. Apoyada en el marco, la vio abrir un enorme frigorífico blanco y guardar tupperwares de pisto, empanadillas, garbanzos...
-Pasarás algo de hambre.
Del techo colgaba un fluorescente verde. Una puerta de aluminio y cristal, tapada por una cortinilla amarillenta, daba a una pequeña terraza interior.
-¿Estás segura Ceci? Mira que... -Estaré bien mamá. De verdad.

Y anhelo y busco: Cecilia. I

Era Septiembre de 1994. En Madrid todo era bochorno, poemarios de Bousoño en los escaparates de las librerías, en la Ciudad Universitaria se pegaban carteles contra el acuerdo nuclear y hacía cinco meses que Kurt Cobain se había pegado un tiro en la cabeza.

A las once y media de la noche, cuando ya no aguantó más el calor, desencajó los postigos y abrió la ventana. El cristal sonaba a quebrado y la madera a podrida, pero fuera la noche era fresca y olía a rosales regados. Apagó la luz, se tumbó en la cama, de cara a la ventana, y se quedó mirando la luna. Era grande, como una inmensa y limpia farola. Pensó que no tenían sentido aquellos que la llamaban de plata; a ella le parecía un enorme, redondo y pulido trozo de cal, como los que se desprendían de las casas de su pueblo después de llover.

Entonces se acordó de su madre y de sus rulos azules, de su padre leyendo la prensa en el viejo sofá de piel verde, de su abuela en bata haciendo galletas, de su hermana Lucía saltando por la ventana para fumar con sus amigas en el barracón, de Marcos, de Macarena, de Sofía y de Julián bebiendo sangría en la cantina, de los pocos amigos que había hecho el primer año en la facultad de Filología... Le entró sueño. Y angustia. Apartó el edredón, se enrolló a la almohada e intentó dormir.

miércoles, 29 de septiembre de 2010

Haikus

Sobre una hoja que gotea
posada está la de las alas de cristal,
aquella que nunca habla.

Tibios pétalos blancos,
aquella rosa de un invierno frío,
la que oye cantar a las muchachas.

Ensombrece
bajo la lluvia clara
un sauce de espinas.

viernes, 17 de septiembre de 2010

Path

¿Y si fracaso?
¿Y si todo, absolutamente lo que para mi es todo, se queda en un sueño del pasado, en una ilusión de la juventud?
¿Y si un día me encuentro sentada en un lugar, que no me es cómodo, y no puedo parar de llorar porque me encuentro pensando en todo lo que quise que fuera y en lo nada que ha resultado ser?
¿Qué pasa si la mujer con la que sueño no puede existir?
Entonces, mi querida estrella,… ¿dónde me quedo yo?

lunes, 6 de septiembre de 2010

La fiesta de la cebada

Jorge ha pasado a buscarme a las nueve y cuarto, quince minutos tarde, y le ha abierto mi madre, con ese vestido de flores verdes raído que le he dicho que tire, porque me avergüenza. «Siento no serle de gusto al señorito» me dice, sacudiendo el cuello de pavo; es imposible para mi pensar que fuese joven alguna vez. Jorge baja los escalones de dos en dos, y le he dicho que se va a partir la crisma, otra vez. «Genial, asi podría faltar al colegio. Otra vez» me ha dicho; yo le he recordado que estamos en junio, y que si se partiese la crisma otra vez lo único que se perdería es el verano. «Pues ya habrá más» me ha dicho. «Las enfermeras del hospital estaban to buenas» me ha dicho también.
Hemos bajado hasta la plaza, al trote por las calles que están empinadas hacia abajo. Las señoras se bajan las sillas a los portales, se remangan los vestidos de franela, de flores como el de mi madre, que también me avergüenzan, y hacen que esto parezca un pueblo. Un pueblo sin estrellas. Un pueblo de farolas fundidas y muchos coches.
Las viejas nos miran por encima de las gafas cuando pasamos por delante de ellas. Luego, en cuanto nos alejamos, cuando desaparecemos detrás de un contenedor pintado o doblamos la tienda de algún chino o moro, sé que nos llaman delicuentes, que dicen que somos unos gandules que no hacemos nada, sólo destrozar el vecindario. «Aquí murió gente. Aquí luchó gente de la de verdad, jóvenes de los de verdad, no como los de ahora. Como tú, estúpido» me solía decir mi abuela antes de que se callese por las escaleras.
Por el camino nos hemos encontrado a Carlos, que fumaba apollado contra el portal de su casa. Es un portal negro, de los que tienen los pomos de latón oxidado. Fumaba un cigarro blanco de esos que ha aprendido a hacerse. Se ha incorporado a nosotros en cuanto nos ha visto, sin que nosotros nos hayamos detenido ni él nos salude. Le ha ofrecido un cigarro a Jorge y él le ha dicho que no, que no fuma porros. «No son porros. Son tabaco del bueno» se ha defendido Carlos; me ha ofrecido uno, y yo le he dicho que luego, que cuando llegásemos.
Por el puente que cruza la autopista ya nos hemos empezado a encontrar gente: los que se toman una copa antes de llegar, los que vomitan, unas cuantas parejas metiéndose mano. Estaba Raúl, el hermano pequeño de Carlos, con dos gitanos tirándoles piedras a los coches. «¡Para ya niño! ¡Que luego me la cargo yo!». Raúl le ha mandado a la mierda, pero ha parado de tirar piedras. Al otro lado del puente, hemos bajado a la carrera por el terraplén, levantando polvo, enredándonos con hierbajos amarillos, y hemos llegado a la explanada. Hoy 27 de Junio se celebra ahí la fiesta de la cebada, y hay botellas, vasos de plástico, coches con altavoces, un escenario, hogueras y mucha gente con poca ropa. Casi nadie sabe lo que es la cebada. Lo sabemos los que estamos acabando el instituto y los cinco universitarios que siguen viniendo por aquí. Una rubia gorda, que no conozco, que estudia Biología; el Pepe, que estudia Educación Social, y su novia, la pelirroja del culo plano, que estudia lo mismo; Elena, que sigue en primero de Magisterio desde hace dos años; y Lola, la hermana mayor de Jorge, que estudia Literatura. Carlos desapareció enseguida, y Jorge y yo seguimos para alante, cruzando la explanada. De cada altavoz salía una música, y todas se confundían con el olor a vino barato y sudor. Había sobre todo sudor, camisetas que los chicos se habían quitado tiradas dentro de los coches o ardiendo en las hogueras. Tambien las de algunas chicas que bailaban en sujetador. Una también había tirado el suyo a una de las hogueras, y bailaba sore el escenario, con las tetas caidas rebotando sobre las manos de uno que juraría era Nano. Unos metros por debajo, apoyada contra la madera, estaba Lola. Llevaba una blusa negra y vaqueros cortos. El pelo, despeinado, suelto y mas oscuro que la última vez que la vi. Llevaba un vaso con líquido amarillo en la mano, y estaba hablando con una chica negra y Marcos, el gay que va conmigo al instituto. Nos ha visto y ha saludado con la mano, un gesto educado en la medida, agitando los dedos, y Jorge ha tirado de mí y me ha llevado hacia otro lado.
En seguida nos encontramos con Leo, Sebas, con el Enano y algunos más. Alguien le pasó unos vasos a Jorge y él me pasó dos a mí, uno negro y otro blanco, juntos, de golpe. Nos abrimos codazos entre la gente hasta encontrar un hueco de tierra vaacío, junto a uno de las hogueras. Me he girado, con el vaso negro en una mano y el blanco en otra, y entre la gente he podido distinguir el escenario, las tetas de esa chicas botando, y debajo podía seguir viendo a Lola. Alguien traía los vasos. Cuando se acababan alguien traía más. Sabían agrios, y olían a sudor. O quizás eran las hogueras lo que olían a sudor. Han llegado más coches, se ha mezclado más música, y parecía la verbena de un pueblo, pero sin estrellas. He levantado la cabeza, y me he mareado; la he agachado y la he vuelto a levantar y he visto que no había ninguna estrella. Solo había una, muy brillante, asíque a lo mejor era un avión, o a lo mejor una estrella de esas que llevan miles de años muertas. Cuando he bajado la cabeza me he mareado y he vomitado dentro de la hoguera. Se ha puesto oscura y ha despedido un olor horrible. Dos chicas me han llemado cerdo, y después me ha entrado más arcadas, y me he levantado y me he ido corriendo. He llegado a un poste, no se de qué, creo que de la luz, y he vomitado encima. Me ha salido una pasta clara y oscura, lechosa, con manchas. Fétida. Me he alejado del poste y me he tumbado en el suelo -estaba blando, nunca lo habría imaginado- y me he puesto a buscar mi estrella. Entonces ha aparecido la cabeza de Lola, justo en mitad del fondo oscuro, y ha sonreido, como muchas estrellas muertas. Al incorporarme me he vuelto a marear, pero por suerte ya no tenía nada más que vomitar. Lola se hasentado a mi lado, abrazandose la piernas, y se ha reído. «No deberías beber si no sabes como se hace». Le he dicho que sabía beber, que había sido ese maldito olor, el de sujetador quemado. Ella se ha echado a reír, con su boca de estrellas muertas, y tenía también los ojos más oscuros, iguales que su pelo, que se agitaba por detrás de sus orejas. «¿Volverás a dejarme alguno de esos poemas?» me ha preguntado. Yo le he dicho que si, que claro, pero que si no se lo dice a Jorge, y ella se ha reído y me ha jurado que nunca se lo dirá a nadie. «Traémelo la próxima vez que vengas a casa» Y me ha guiñado un ojo, un ojo oscuro con sombra negra y verde oscura, y se ha levantado y se ha ido. Yo seguía mareado, pero he ido detrás de ella. La he perdido algunas veces, invisible, tan menuda, entre chicos sin camiseta y tantas minifaldas iguales. La he vuelto a encontrar, doblando uno de los coches, la he perdido y la he vuelto a ver bajando la colina. La he seguida casi a gatas, levantando polvo, enredándome en los hierbajos amarillos, y detrás de los espinos, la he encontrado sentada sobre el capó de un coche. Era un coche negro, achatado y largo, brillante, sin aparato de música en el maletero. Tenía las ventanas abiertas, que dejaban escapar un rumor, muy bajo, y los espinos olían bien mezclados con los matojos de lavanda. Con Lola había un chico, de pie frente a ella, rodeado por sus brillantes y redondas piernas. Se reía. Era un chico alto y delgado, de esos a los que les quedan bien las cahquetas con botones. Pero llevaba una camisa de cuadros abierta, y el vaquero tenía un par de rotos que dejaban ver una piel morena y peluda. Tenía rizos negros, mal anudados en una coleta. Y tenía barba. Ella le ha rodeado con las piernas a la altura de la cadera, y él la ha cogido de la nuca y la ha besado. Ha enredado las manos en su pelo, y ella le seguía besando. Le ha quitado la camisa, y se ha abrazado a su espalda, y él le ha desabrochado la blusa, y he podido ver sus tetas pequeñas y puntiagudas unos segundos, antes de que éel se las llevara a la boca. Ella se ha reído. Se ha reído enseñándome las estrellas muertas, y luego ha soltado un gemido. Entonces me he dado la vuelta, he subido la colina y he buscado a los chicos entre las hogueras. Tomé dos vasos blancos más y luego ya no me acuerdo. Cuando he abierto los ojos, hace unas dos horas, Carlos estaba a mi lado fumando porros y una chica sudamericana roncaba con la boca abierta encima de su bragueta. Me he levantado, mareado y sin camiseta. No me apetecía buscarla, ni tampoco a Jorge, así que me he venido a casa. Colina abajo, detrás de la lavanda, ya no estaba el coche, ni el chico de la barba, ni Lola, ni sus tetas pequeñas, ni sus estrellas muertas.

miércoles, 1 de septiembre de 2010

II

Largo Septiembre
que no quieres acabar,
como una gota que repiquetea,
sola, contra la ventana.
Aluminio gastado de tanto llorar.
No hay nada al otro lado,
solo piedra gris.

martes, 31 de agosto de 2010

I

Mezclo el cóctel con tinta
de esta pluma que emborracha.
Suspendida sobre luces
que iluminan este abismo.
Callada entre el ruido
de esta noche sin silencios.
Mi cigarro que humea historias
en esta hoja sin cenizas.
Y pienso.

viernes, 30 de julio de 2010

Dirty Kid III

Recorrimos un par de kilómetros sin hablar. Sólo se oía el jadeo de Luca y el relamido de sus propias babas. De verdad que daba muchísimo asco.
-Bueno…-empezó yo-. ¿Vas a contarme algún día a dónde vamos?
-¡Cierto! Se me había olvidado.- cuadró los hombros y carraspeó. Me recordó a mi padre cuando se preparaba para responder a alguna de las preguntas de Kate-. A ver, cómo te lo explico… La Rainbow Family -se mordió el labio-. No tenemos líderes ni jerarquías ni nada de eso. No es que seamos un grupo definido. Va quién quiere. Tan sólo sabemos que existe y nos juntamos. Ésta es la segunda vez que voy. El año pasado fue en Nuevo México. Nos juntamos durante unos días, nos despreocupamos y nos divertimos. Vivimos en sintonía con la Naturaleza.
-¿Y quién va a esas reuniones, o lo que sean?
-Algunos nos llaman los Dirty Kids –recuerdo que el nombre me pareció desde el primer momento muy apropiado-. Somos diferentes, ¿sabes?, buscamos cosas diferentes. Acudimos a esta reunión para encontrar a gente que sea como nosotros.
-¿Y por qué Dirty Kids?
Se encogió de hombros y se echó a reír.
-No sé. No nos preocupamos por la superficie ni por la ropa. Lo más divertido qué hacemos es cuando nos bañamos en el barro y corremos desnudos por la lluvia. Es purificante.
Correr desnudos por la lluvia. Yo aún era lo suficientemente jóven y activo como para que eso despertara mi interés.
-¿Sois hippies o algo así?- pregunté.
Y se echó a reír.
-Otro –dijo-. No, no somos hippies. Que yo sepa se embolaron en los 60. Pero bueno, sí, para que tú lo entiendas, nos damos un aire…
Estuvimos un rato callados. El olor a pino viejo y fresco seguía depurando el coche. Luca se enrolló en una manta y se dispuso a dormir. Al otro lado del cristal, aún colina arriba, empezaba a hacerse de noche.
-¿Cuántos años tienes?- le pregunté.
-Dieciocho…
-¿Y tus padres te dejan venir aquí?
No respondió, y yo por aquel entonces también era lo suficientemente listo como para saber identificar aquellos silencios que pedían a gritos dejarlo pasar. Y lo dejé pasar. Por el momento.

martes, 27 de julio de 2010

Dirty Kid II

Y como realmente no lo tenía, como estaba prácticamente seguro de que Sophie no me abriría la puerta y, además, recuerdo que no me apetecía volver a aquel autocar que olía a rancio y a sudor, pues le dije que sí, venga, que la acompañaba.
Salimos del bar y nos metimos en una ranchera gris –o blanca, a saber-. Dentro olía como las tiendas de animales. Torcí el morro, y ella lo notó.
-Perdona, es el olor del serrín. Es por Luca. Di hola Luca.
Giré la cabeza y me encontré de frente con la mirada triste y acuosa de un San Bernardo gigantesco y babeante. Su lengua, Dios que asco, recuerdo que me dio muchísimo asco, me babeó todo el lado izquierdo de la cara.
-¡Joder!
Ophelia se echó a reír.
-No te enfades Paul del norte, eso es que le gustas.
Metió las llaves en el contacto y arrancó aquella tartana mientras yo me limpiaba la cara
de las babas de su asqueroso chucho. No me gustan los perros, nunca me han gustado ni creo que me vayan a gustar, y menos tan grandes y babosos, de los que tienen esa piel negra y brillante que se les desparramaba por ambos lados de la boca. La boca de Luca daba muchísimo asco. No se parecía nada a la de Ophelia.
Enfiló colina arriba y pasó de largo el desvió número 42 por el que mi autocar habría torcido. Total, recuerdo que pensé, es cierto que tampoco tenía nada mejor que hacer.
Los bosques que circundan Spokane eran muy frondosos, de esos altos y oscuros que no dejan que llegue la luz al suelo. Bajé la ventana para oler el bosque y el aroma de los pinos casi camufló el tufo a perro enorme y baboso.
-Y dime Paul- empezó a hablar Ophelia-. ¿A qué te dedicas? Tienes pinta de dedicarte a algo.
-Voy a la Universidad.
Soltó un silbido. Luego se rió.
-Te pega. Paul de Texas, universitario.
-Ya te he dicho que soy de Ohio.
-Y dime Paul de Ohio, ¿qué estudias?
Me encogí de hombros y giré la cabeza hacia el bosque.
-Aún no sé bien. Estoy en primero. Supongo que me licenciaré en Derecho.
-Vaya coñazo. Los abogados son todos un asco. Van a ir todos al infierno.
Luca ladró como si estuviese de acuerdo.
-¿Crees en el infierno?-sonreí con interés. Tenía muchísimas ganas de pillarla-. No te pega.
Tardó en contestar, pero pronto descubrí que no era una persona fácil de dejar callada.
-Creo en una recompensa o en un castigo después de esta vida. No sé si se llamarán Cielo o Infierno o de otra manera, pero si creo que algo así hay.
-¿Y tú? ¿Tú dónde vas a ir?
-Supongo que al limbo, con los paganos clásicos. A mis padres se les olvidó bautizarme.
-Aún puedes hacerlo.
Se encogió de hombros. Luego se giró a mirarme y sonrió con lo que me pareció un amago de picardía.
-Tú seguro que estás bautizado, a que sí Paul.
Tuve ganas de sacarle la lengua, pero me contuve.
-Mira a la carretera, por favor.
Y sorprendentemente obedeció.

lunes, 26 de julio de 2010

Dirty Kid

Una vez conocí a una dirty kid. Era junio, el junio más asfixiante que yo había visto en mi vida, e iba camino de alguna parte. Quería acercarme a la ciudad, creo, supongo que a ver a Sophie, aunque nunca llegué a ir. El autocar paró en un bar de carretera, a repostar y a evacuar, y yo pedí una coca-cola en la barra. Recuerdo que el taburete estaba cojo y que la coca cola sabía amarga. “¿Es Light?” le pregunté al camarero. Era gordo y con bigote. “Aquí no servimos esas mariconadas”. Oí una risa muy cerca de mí, y entonces fue cuando la vi. Se llamaba Ophelia, me diría después, y tenía 18 años, me diría también después. En un primer momento lo único que vi fue una sonrisa muy, muy grade y una piel morena con ronchones que no me atreví a aventurar si serían resultado de alguna enfermedad cutánea o de la falta de limpieza.
-Tiene razón –dijo-. La coca cola Light es un asco. La coca cola lo es. Todo lo prefabricado que lleve azúcar es un asco, ¿no crees?
No supe qué decirle. A mí me gustaba la coca-cola y también la Fanta. También los batidos y la mantequilla de cacahuete y todo lo que llevase en el envase el nombre de alguna marca famosa y muchas E nosecuantos entre sus componentes.
-También me gustan los zumos- le dije. Casi acerté.
-¿Pero naturales o de botella?- me dijo muy seria, sin sonrisa.
-Naturales, naturales claro.
Sonrió. Tenía una sonrisa demasiado blanca que no cuadraba con el resto de su presencia. Cada vez estaba más seguro de que no tenía ninguna enfermedad cutánea, y su ropa desilachada y arrugada había salido, con toda seguridad, de un contenedor o en su mejor caso de un mercadillo ambulante. Se rascó la cabeza y recuerdo que me dio un poco de asco; tenía el pelo moreno, no sabría decir si liso o rizado, una textura demasiado extraña y de aspecto áspero que ocultaba bajo cuentas de colores y un pañuelo morado.
-Me llamo Ophelia- se presentó, sin darme la mano ni nada-. ¿Y tú?
-Yo Paul.
-Que típico –se rió-. Seguro que eres del Sur.
-En realidad soy de Ohio.
-Pues tienes cara de pertenecer a las juventudes republicanas de Texas, que lo sepas- se llevó un vaso a la boca. Contenía un líquido amarillento que supuse le habrían vendido como zumo de naranja-. ¿Y qué haces tan lejos de casa Paul?
-Iba a Pórtland, a visitar a… alguien. ¿Y tú?
-Voy a la reunión anual. Este año se celebra en Seattle.
-¿Qué reunión?- le pregunté.
Y aquella fue la primera vez que oí hablar de la Rainbow Family y sus dirty kids.
-Puedo contártelo por el camino. Tengo que salir ya o llegaré tarde. No es que nos importe la puntualidad ni nada, pero quiero coger un buen sitio. ¿Quieres venir?
Se levantó del taburete y cogió una mochila de tela del suelo.
-¿Vienes?- me repitió.
-¿Pero a dónde?
-A la reunión de la Rainbow Family. ¿A dónde coño te crees que voy?
-¿Y qué es eso?
Abrió mucho los ojos. Los tenías rasgados y de color castaño. Recuerdo que me parecieron bonitos.
-Ves como tenías cara de republicano de Texas- me echó en cara.
Me ofendí. No tengo nada en contra de Texas, de hecho me encantan sus costillas, y tampoco me importa demasiado la política, pero me onfendí, supongo que porque ella lo consideraba como un insulto.
-Vente- me repitió-. Te lo contaré por el camino. ¿Acaso tienes algo mejor que hacer?