sábado, 16 de octubre de 2010

Y anhelo y busco: Cecilia. V

Todo él era como un inmenso muro de carga; toneladas de hormigón; sosteniendo Dios sabe qué; quizás ilusiones de esas que son demasiado frágiles para sostenerse por sí mismas. Por ello las habían encerrado en un enorme bloque de hormigón que fue pensado para ser cárcel. Las ventanas, como ojos polvorientos, los barrtoes pintados que dejaban un abismo desde la última planta hasta la recepción, las aulas de puertas chirriantes donde fácilmente pudo haber celdas, todo ello le pareció, Cecilia en vaqueros y parka, pues Septiembre refrescaba, como una mala broma posada al azar tras árboles caducos en medio de la Avenida Complutense. Inmensa, escondida, algo menos gloriosa que la del pórtico de columnas y suelo de mármol.

"Y que pretendías" le diría Nacho una vez. "Nosotros no vamos a salvar a nadie." "Al mundo" diría Alberto. Pero en aquel momento eran dos desconocidos, alto y bajo, castaño y moreno, fortachón y menudo, perdidos en el laberinto de hormigón.

En la tercera planta, en la de la secretería escondida tras una fila de treinta y tantas personas, estaba su aula 313; ventanas a la parte de atrás y veinte filas en dos columnas de bancos desplegables. Ocupó un hueco en la columa del lado de las ventanas, ojos polvorientos que miraban a los árboles, caducos, en tercera fila, la cuarta empezando por la izquierda, y aquél sería su sitio para siempre.

Un día, tirada en la hierba, Nabokov abierto por la recogida de la bella púber del campamento, pensaría en lo curioso, caprichoso y estúpido del destino, el azar, la casualidad o como demonios lo quisieran llamar.

Nacho, el que la llevaría de fiesta en fiesta, el que le daría vodka y hierba, se sentó en su mismo asiento cinco filas más atrás.
Esther, a la que soltaría una bofetada, se sentó en tercera fila en la columna de los percheros.
Alberto, el que la salvaría y al que haría llorar, se sentó delante de ella, los rizos siempre despeinados y los hombros siempre caídos.
Magdalena, a la que debería el agradecimiento de una historia, se sentó en su misma fila, dejando un hueco entre ambas.
Gabriel, al que amaría hasta el sudor y el llanto, se sentó al borde del pasillo central una fila más atrás, en la columna de los percheros.

Pero aquel primer día, cuando la clase se llenó, cuando todo era gente demasiado tímida, demasiado charlatana, demasiado pedante, demasiado inculta, gente demasiado joven, hermosa y aún a su engaño inocente, nada parecía que fuese a llegar muy lejos.

sábado, 9 de octubre de 2010

Y anhelo y busco: Cecilia. IV

Una página en blanco es la cosa más terrible. Y si lo dice Hemingway, es que tiene que ser cierto. Pero iba a seguir así, en blanco, burlona y sádica como lo son todas las hojas en blanco, hasta que él apareciera. Entonces escribiría hojas que luego rompería y algunas que enorgullecen y avergüenzan, de esas que escondes para que nadie vea pero luego, cuando alguien las ve, por supuesto, y gracias, que son tuyas.

Pero entonces, 17 de Septiembre a las dos y veinte de la madrugada, era la misma maldita hoja en blanco que todos los meses anteriores.

Cerró la ventana, porque se colaba el otoño, y guardó el cuaderno de pastas negras, por dentro blanco, todo inmensamente blanco, en el primer cajón de la cómoda, debajo de su ropa interior. Sobre el escritoria aún estaba su bolso de cuero que no se había animado a vaciar. Pesaba, siempre, y olía a animal, a hojas viejas y a gloria. Porque, en los últimos dos años, había descubierto como olía la gloria, y ésta olía a papel viejo y a óleo.

Abrió la bolsa y empezó a colocarlos en las baldas que pendían sobre la cama. Por orden alfabético, alternando altos y bajos, viejos y nuevos, las cuatro artes intercaladas sin que a sus dueños les importara, como si todo juntos fueran a tomar café en el Paris que fué una fiesta. Quizás no aguantará, pensó en aquel momento, y efectivamente, un noche de sudor todo la gloria se vendría abajo. Pero aquel día colocó todos los que pudo y le quedaron cinco que tuvo que amontonar encima de la cómoda: El retrato de Dorian Gray, Cuentos completos de Oscar Wilde, Hojas de hierba, Trainspotting y Don Juan Tenorio.

Tal y como habla la gloria

jueves, 7 de octubre de 2010

Y anhelo y busco: Cecilia. III

Era 15 de septiembre, bochorno y llovizna, un ambulancia se estrelló contra una farola, y unas calles detrás, en la tasca estaban cabreados porque una huelga había suspendido la temporada de las Grandes Ligas de Béisbol. Ramón Ramírez, segoviano, que había comprado la liga por canal plus, se cagó en todo sus muertos.

Enfrente estaba el edificio de la tía Jose, y en el soportal, una tienda de comida preparada.

-Yo no cocino. Nunca. Sólo los fines de semana. Si no quieres cocinar, abajo hay una tienda de comida preparada. No pidas patatas ali oli, que a la Paca se le corta.

En la cola, Cecilia esperó detrás de una madre que llevaba a un niño del brazo. Era un chándal azul marino y verde con una ensignia de las Escuelas Pias. El niño llevaba una mochila de Oliver y Benji. Pataleaba. La mujer llevaba un moño deshecho y pidió un pollo asado y ensalada de cangrejo.

Esperó sobre un banco de madera. Habia veitnidos bandejas de aluminio con comida rebierta de plástico de cocina. Pidió un escalope y un cuarto de champiñones al ajillo.

Arriba, el comedor estaba oscuro y algo frío. Los chicos de Ramón Ramírez chillaban en la calle. Las madera de las puertas crujía, olía a colonia Nenuco. La tía Jose quería que comprara acelgas. Y se sintió sola.

miércoles, 6 de octubre de 2010

Y anhelo y busco: Cecilia. II

Era Lunes 12, igual de caluroso que el Domingo 11, que el Sábado 10 y así sucesivamente -maldito veranillo de San Miguel, pensaba- desde el Martes 6 que había llegado, a las tres y media del al medio día, en el Peugot 306 de su padre. Aparcaron con dos ruedas sobre la acera, justo frente al portal de la tía Jose. Su padre subió la Samsonite con la ropa, su madre las bolsas de comida y ella el bolso de cuero con los libros.

La tía Jose siempre iba vestida, desde las seis y media de la mañana que se despertaba hasta las once que se acostaba. Una vez, a través de un cristal dorado y tibio, Cecilia la vió vistiendo una bata azul plomo. Les recibió con un traje marrón con coderas y una sonrisa insuficiente. «No estoy muy acostumbrada a las visitas, pero bueno, tendremos que acostumbrarnos todos, ¿verdad Cecilia?». Era una casa pequeña y fría en la Calle Armengot, cerca de la glorieta de Marqués de Vadillo, con suelo de madera vieja y láminas enmarcadas en todas las paredes. Los llevó a la habitación del fondo, la que hacía esquina con Pellejeros. Tenía una cama con edredón azul, un escritorio, una mesilla, una cómoda y un galán de madera oscura. Del techo colgaba una lámpara de cristal con forma de mariposa.

Fue sacando su ropa mientras su tía y sus padres hablaban en el salón. Guardó en la cómoda bragas y calcetines de algodón, sujetadores de aro, camisetas, rebecas y la sudadera que Julián le trajo de Oxford, tres pares de vaqueros, unos de pinza grises y una falda plisada azul marino. Debajo de la cama, metió un par de Converse All Star azul marino, unas botas de piel marrón, unas sandalias y unos salones negros. Sobre el galán, colgó una cazadora vaquera y un parka verde militar.

-Solo tendrá que aceptar unas normas. Yo no sé como la habéis criado pero aquí tengo unas normas. Sabeis que no estoy acostumbrada a las visitas. Y menos a las permanentes.
-No te angusties Jose, Cecilia es una niña muy fácil. Solo tienes que darle una llave y será como si no estuviera.
-También la tocará fregar.

Su madre salió hacia la cocina y Cecilia detrás. Apoyada en el marco, la vio abrir un enorme frigorífico blanco y guardar tupperwares de pisto, empanadillas, garbanzos...
-Pasarás algo de hambre.
Del techo colgaba un fluorescente verde. Una puerta de aluminio y cristal, tapada por una cortinilla amarillenta, daba a una pequeña terraza interior.
-¿Estás segura Ceci? Mira que... -Estaré bien mamá. De verdad.

Y anhelo y busco: Cecilia. I

Era Septiembre de 1994. En Madrid todo era bochorno, poemarios de Bousoño en los escaparates de las librerías, en la Ciudad Universitaria se pegaban carteles contra el acuerdo nuclear y hacía cinco meses que Kurt Cobain se había pegado un tiro en la cabeza.

A las once y media de la noche, cuando ya no aguantó más el calor, desencajó los postigos y abrió la ventana. El cristal sonaba a quebrado y la madera a podrida, pero fuera la noche era fresca y olía a rosales regados. Apagó la luz, se tumbó en la cama, de cara a la ventana, y se quedó mirando la luna. Era grande, como una inmensa y limpia farola. Pensó que no tenían sentido aquellos que la llamaban de plata; a ella le parecía un enorme, redondo y pulido trozo de cal, como los que se desprendían de las casas de su pueblo después de llover.

Entonces se acordó de su madre y de sus rulos azules, de su padre leyendo la prensa en el viejo sofá de piel verde, de su abuela en bata haciendo galletas, de su hermana Lucía saltando por la ventana para fumar con sus amigas en el barracón, de Marcos, de Macarena, de Sofía y de Julián bebiendo sangría en la cantina, de los pocos amigos que había hecho el primer año en la facultad de Filología... Le entró sueño. Y angustia. Apartó el edredón, se enrolló a la almohada e intentó dormir.