miércoles, 27 de abril de 2011

ELLOS

Ellos se llamaban Alfa, y ellos se llamaban Beta, pero nadie les había llamado Alfa ni les había llamado Beta, solo ellos, entre ellos, y a veces, los gacetilleros. Nadie más. Sus padres no les llamaban Alfa ni les llamaban Beta. Tan sólo les dejaban nacer, en un sitio o en otro, en clímicas esterilizadas o en partos dolorosos. Todo más o menos costoso.

Una úncia generación desde el mes de la revolución en ingeniería genética. Y se juntaron, en torno a los quince y a los diecisite años, por todo el mundo del hemisferio para arriba, ellos y ellos. Igual que nadie les había nombrado Alfas ni les había nombrado Betas, tampoco nadie separó los edificios, ni los colegios, ni los parques ni los cines. Pero allí estaban ellos.

Los abogados, los médicos, los ingenieros, los empresarios, los políticos, los altos funcionarios, los futbolistas, los cantantes, los directores, los catedráticos, los galeristas, todos decidieron procrear y extenderse después del mes de la revolución en ingeniería genética. Y se mudaron a amplios pisos reformados, la madera ya no crujía, las ventanas de doble hoja, electrodomésticos nuevos, balcones barnizados, en el centro de las ciudades, con vistas a los parques verdes y a los monumentos; y también a las afueras de las grandes ciudades, en los cinturones verdes que se entretejían entre las carreteras y el campo, en enormes casas de plantas y plantas con jardines y piscinas y terrazas y buhardillas y chimeneas. Una generación de hijos úncos todos uniformados con jerseys y faldas plisadas y zapatos de marinero. Y los apuntaron a colegios bilingües, o al otro lado de la frontera, de aluminio y contrachapado o antiguos castillos que olían a alfombras y a musgo, y sus profesores eran los mayores expertos y aprendían liderazgo, utilizaban probetas y practicaban ajedrez y esgrima. Muchos niños y menos niñas con el pelo rubio ceniza o negro, cejas finas o delineadamente pobladas, labios gruesos, pecas saltarinas en narices pequeñas y rectas, nada judío y nada griego, pieles claras y cuerpos esbeltos de brazos fuertes y pechos correctos entre el metro y setenta y el metro y noventa.



Los panaderos, los empleados de correos, los profesores de instituto, los dependientes, los camareros, los obreros, los fontaneros, los enfermeros, los asistentes sociales, los secretarios, los teleoperadores, todos decidieron no procrear y no extenderse después del mes de la revolución en ingeniería genética. Pidieron créditos a los bancos, y los bancos crearon el «baby cheque», y algunos se embarazaron y no pudieron terminar de pagar el proceso y entonces nacieron niños de hermoso pelo claro sin un riñón o con un ojo cerrado, y muchos bancos cerraron y se abandonaron niños y desaparecieron madres. Y los que no tuvieron «baby cheque» primero decidieron no procrear ni extenderse. Se quedaron con sus anticuados hijos mayores en pisos de pocos metros cuadrados, con radiadores que acumulan polvo en las rendijas y baldosas frías y cocinas de gas y toldos agujereados y luces parpadeantes en los rellanos, en barrios de entramado desordenado, entre las carreteras, junto a los polígonos y las fábricas. Y los colegios y los institutos se vaciaron, y se quedaron con sus aulas pequeñas vacías, y con sus ventanas rotas, con sus pupitres pintados, con sus techos desconchados, con sus armarios de material sin materiales y con sus gimnasios mohomosos. Pero entonces dijeron que ya estaban bien, que aquello de la revolución en ingeniería genética había sido invento del demonio, y con un año o dos de retraso, decidieron procrear y extenderse. Y nacieron muchos hermanos y muchas hermanas de pelo castaño o marrón oscuro, los ojos pequeños o demasiado juntos, pelo áspero, entrecejo poblado, piernas cortas o escuálidas, pechos enormes, dientes torcidos, narices ganchudas, entre el metro y cincuenta y el metro y setenta.

Y coincidieron, una única generación, entremezclados en los quince y los diecisiete años, en sus casas aparte, en sus colegios aparte, en sus parques y sus cines y sus bares y sus tiendas aparte, cuando apareció un día «el escándalo de los tarados». Aparecieron esos niños y muy pocas niñas de precioso pelo rubio ceniza o rectas cejas morenas que tenían la nariz apalastada, o que les faltaba un ojo, que les salía sangre de las orejas, que una pierna no les crecía, o que tenían genitales masculinos y femeninos enquistados dentro del cuerpo, que tenían tres o nueve dedos, que no oían o no hablaban y que llevaban años arrastrándose y comiendo del suelo encerrados bajo llave en los bloques de la carretera. Entonces, REPO se encargó de los tarados, y se los fue llevando puerta por puerta a un sitio seguro donde estuviesen atendidos y se almacenaron en lugares fríos y secos bancos de órganos para los padres adinerados.

Entonces solo estaban ellos. Ellos se llamaron Alfa y ellos se llamaron Beta, y sólo quedaron ellos y sus padres, aviejados y enfermos, y las madres locas y llorosas que buscaban por las cunetas a los tarados. Y un día se encontraron, con los quince y los diecisiete años, cuando los hijos de los suburbios ocuparon los barrios céntricos de las ciudades, cuando salieron de los polígonos hacia los alrededores verdosos. Y gritaron ¡Betas del mundo, uníos!. Y eran millones y millones y gritaban muy alto y cantaban consiganas y pegaban carteles. Y los chicos y las pocas chicas hermosos y bien educados los miraban desde los balcones, se miraban entre ellos, y sonreían, con sus dotes de liderazgo y sus portes del esgrima. Y un chico de pelo castaño, las piernas demasiado robustas, un lunar con pelos en el cuello, pateó la caabeza de una chica alargada y fina, vestida de terciopelo, con enormes ojos rubios y pelo blanco que se encharcó y encharcó de sangre. Y su padre eran cónsul y entonces todo gritaron, más y más alto, y se levantaron las vallas y se interrogó a los padres y se encerró a los Beta y se les daba golpes a falta de comida y agua.

Los Alfa crecieron, seguros en los lugares más frescos tras las vallas, y fueron a las mejores universidades, en los países del Norte, al frío de la tarde, donde vestían trajes y vestidos y se hicieron arquitectos, ingenieros genéticos, médicos, astronautas y todo clase de empresarios y diseñaron los aparatos que recogían su cosecha y lavaban sus coches. Y los Beta también crecieron y cuidaban sus animales y levantaban edificios y atendían tiendas y cafés, y algunos fueron a universidades de extrarradio, de nuevo las mesas pintadas, los armarios sin material y los techos desconchados. Y los Alfa siguieron creciendo y ocuparon los altos puestos, y los Beta también crecieron y siguieron trabajando. Los Alfa crecieron y crecieron más, y eran siempre jóvenes, siempre hermosos, siempre inteligentes y siempre saludables. Y los Beta siguieron creciendo, y se arrugaban, y les salían manchas, y dejaban de ver y de oír y se les ahuecaban los huesos y les salían tumores entre los oídos.

Los Beta se morían. Los Alfa sobrevivían.

Y poco a poco, los Alfa se fueron haciendo viejos, y entonces decidieron procrear y extenderse. Y procrearon y procrearon, y nunca se expandían, y los ingenieron de REPO sacaban óvulos y sacaban espermatozoides y pinchaban y extraían y mezclaban en probetas. Y todos se secaban, morían y se evaporaban como la ceniza.

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